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GRÂNDOLA LITERARIA DE JOSÉ ALFONSO ROMERO P.SEGUIN

METAMORFOSIS

METAMORFOSIS

 

Reflexionar serena, muy serenamente, 

es mejor que tomar decisiones desesperadas.

(La metamorfosis de Fran Kafka)

 

 

Aún no eran las nueve, hora de la cita, y ya éramos todos horas sonadas frente a la puerta. Hablábamos alto, buscando desoír el enojoso zumbido del desasosiego a que aboca, entre colegas, la despiadada disputa. El tener que mostrar camaradería cuando lo que exigen las ganas es despojarlos hasta más allá de lo que son para que no puedan ser ni por asomo eso que tú quieres ser al margen de ellos.

A eso de las diez cedió el blanco portón de la productora, y en el reflejo de esa falsa inocencia caímos todos culpables y en natural desorden en una amplia sala de espera. Fijos los ojos en el fondo del pasillo por el que se perdía una nube de agentes acompañados por el director y el productor de la obra, en esa sana armonía que facilita el reconocerse, ellos sí, cada uno en su papel.

Nos sentamos todos los que pudimos, algunos, en semejante trance, no pueden ni aun cuando sobran sillas.

Mi representante me había animado a acudir a la prueba en el convencimiento de que los estragos de la edad y los pésimos tragos a que me empujaba el reiterado fracaso me conferían cierta legitimidad, cuando menos, anatómica, para encarnar al protagonista de una obra a la medida de la casita del insigne Ballet de Cuba, el caserón del Gran teatro de La Habana. No estar en el Tocón en esa fecha y para esa representación era no ser ni actor ni patriota, y yo lo quería ser aun sin estar ni ser ni una cosa ni la otra en la medida en la que lo quería el partido. Yo solo quería ser más allá de mí, en los demás, y más concretamente en la eternidad que soportan. No en vano me había hecho actor para ser eterno en el mágico quehacer de representar una y otra vez a la eternidad.

A media mañana, uno de nosotros, ignoro cuál, alzó las posaderas de la silla y se inclinó sobre la mesa donde navegaba un generoso mazo de amarillentos ejemplares de la Revista Nacional de Teatro. Manoseados números de cuando aún gobernaban su cordaje y trapío, Vicentina, Alejo y Nora. Ellos fueron quienes ensamblaron, calafatearon y botaron en lo periodístico y literario ese flamante velero, y ellos quienes fijaron su rumbo y destino, encallar sobre aquellas y otras mesas de teatrales salas de espera. Las demás salas y mesas nada esperaban de ella y nada les importaba. Fue en ese preciso instante cuando lo oímos caer con el sonido justo: ni grave ni agudo. Una vez panza arriba, permaneció inmóvil, como muerto, sus extremidades encogidas y expectantes. Para a continuación comenzar a moverlas lentamente, con sumo cuidado, en un gesto propio de quien indaga tratando de comprender su situación, y busca para ello referencias ciertas que refuten lo incierto de la misma.

A esa secuencia de sutil exploración siguió otra en la que los movimientos de sus extremidades se tornaron rápidos y descoordinados. Y a esa segunda, una tercera, más corta y abrupta, marcada por el más certero de los desequilibrios: el de la angustia. Series de giros vertiginosos y bruscos, movimientos oscilantes del cuerpo, los propios de quien se sabe al revés y busca retomarse, lejos ya de la razón, en la azarosa inercia de la casualidad que propicia la fuerza.

La representación se resolvía magnífica. Muchos, por pura envidia, yo entre ellos, lo mirábamos con grosera indiferencia, mientras, otros, de la mano de esa misma e insana inclinación, buscaban ignorarlo de la mejor manera que alcanzaban a admitir. No queríamos saber de lo que era capaz: era eso. Sin embargo, no todos habitábamos aún en esa cruel indiferencia a que obliga la experiencia. La sangre, de todos es sabido, se renueva en la no menos perversa ingenuidad del principiante. Prueba de ello es que un actor joven, concretamente el que se hallaba sentado a mi derecha, contemplaba la escena con atención rayana a la devoción. No había duda, también a él se le antojaba insuperable. Y también él, como todos los demás, presentía que la interiorización de esa evidencia conduce inevitablemente al desaliento. Por ello, no crecía en su rostro, como debiera, el plácido gesto de la admiración, sino el agrio rictus de la ira. Y en esa voluntad se levantó decidido y le largó un pisotón. Lo hizo sin dejar de mirarnos, desafiante, dejando claro que no admitía reproches. Nadie se los hizo. El cuerpo del escarabajo, en respuesta, crujió leve y húmedo, dejando en el suelo una mancha negruzca y confusa, incapaz de apagar el sonoro zapatazo con que lo había aplastado.

Desconocía el aspirante que un escarabajo jamás va a representar a un escarabajo, porque así lo dispuso Kafka, en el convencimiento de que solo representándolo un hombre adquiriría sentido. No había, por tanto, y a pesar de su enorme talento, peligro de que pudiera robarnos el papel. Pero quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra. Yo, a su edad, había aplastado con la misma firmeza y rabia una mosca que, posada sobre una sucia cristalera, interpretaba magistral, en el aburrido ritual de asearse la cabeza, la desesperanza del joven príncipe Hamlet.

No conseguí el papel, pero aprendí que no es tanto lo que hagas o cómo lo hagas, que el secreto está en acertar a ser el insecto que ha imaginado el director para representar al hombre que hay en todo personaje.

 

Del libro de Relatos, Nada es eterno en La Habana.

http://mybook.to/nadaehabanatapablanda 

 

JUEGO DE ESPEJOS

JUEGO DE ESPEJOS

Dios, ese Cristo me mira,
sé que con compasión,
pero me mira,
y yo, Dios,
no soy capaz
de sostenerle la mirada
a ningún Cristo,
porque yo, Dios,
yo,
soy él.
¡Dios, Dios!,
él,
¿me escuchas?,
¿me oyes?,
¿me entiendes?
¡Dios!,
¿estás ahí?
Te digo a ti,
que no me miras,
que no me escuchas,
que no me quieres
por hijo.
A ti, sí,
a ti,
Dios,
que has permitido
que ese Cristo me mire
con compasión,
en la sombra
de mi imagen
al fondo de este sucio
espejo de estación.
Dios,
te digo que soy Cristo,
y tú callas,
la cruz es tu respuesta,
lo sé.
Dios, tu silencio
se hace pedernal
en los desazogados espejos
de las sucias estaciones,
pero yo sé que tú sabes,
que no miento,
que yo soy
él,
mirándome con compasión
en esta hora impar
del calendario solar.
Yo Dios, yo,
soy también él,
pero,
¿tú eres acaso tú?
El silencio denuncia tu ausencia,
el dolor te niega,
la pena te difumina,
la alegría te desmemoria,
la sangre te ignora,
la razón te discute.
Estás solo,
frente a frente con la fe
y tu rebaño de pastores.
Mientras,
los templos vacíos
dan solo testimonio
del hombre,
del Cristo,
de mí,
sí, también de mí,
aun aquí,
ante este sucio espejo
de estación.

DÚOGRAMA

DÚOGRAMA


DÚOGRAMA

1
La música es el alma del viento,
el viento es el alma del tiempo,
el tiempo es la música de la eternidad.
2
La música,
se escucha como la lluvia.
Se escribe como la lluvia.
Y se siente como la lluvia
caer en el alma.

Grândola Vila Morena

Grândola Vila Morena

Grândola, vila morena
Terra da fraternidade
O povo é quem mais ordena
Dentro de ti, ó cidade
Dentro de ti, ó cidade
O povo é quem mais ordena
Terra da fraternidade
Grândola, vila morena
Em cada esquina um amigo
Em cada rosto igualdade
Grândola, vila morena
Terra da fraternidade
Terra da fraternidade
Grândola, vila morena
Em cada rosto igualdade
O povo é quem mais ordena
À sombra duma azinheira
Que já não sabia a idade
Jurei ter por companheira
Grândola a tua vontade

Grândola a tua vontade
Jurei ter por companheira
À sombra duma azinheira
Que já não sabia a idade

ZECA AFONSO

 

GÉNESIS

GÉNESIS

En un día lluvioso,
sobre los campos
se oye algo más que la lluvia;
se oye el silencio
de lo necesario.
La gota encaja en la raíz,
como el corazón en el pecho,
luego viene el relámpago
de la vida,
y se oye en la tarde lluviosa,
el tictac,
de la muerte.

José Romero P.Segín

EL ÚLTIMO TREN

EL ÚLTIMO TREN

         La lánguida y amarillenta luz del compartimento cae derrotada sobre nosotros, dando a nuestros oscuros ropajes y nuestra rugosa piel una gravedad cuando menos inquietante.
Sara duerme plácidamente con su cabeza apoyada en mi hombro, como tantas otras veces, como siempre, el movimiento y mi hombro son para ella garantía suficiente de poder vivir sin que el miedo la mate. Mientras, yo me arreglo para seguir escribiendo un cuaderno más de este vivir nuestro de estaciones intermedias y ajeno a cualquier destino.  El nuestro no es llegar, llegar es una palabra que no figura en nuestro dialecto de eternos viajeros.  Quién lo iba a decir de nosotros, dos sedentarios natos, pero al final todo se dice, hasta lo imposible de pronunciar, y es que al final no somos sino lo que los demás pronuncian, pero eso no lo aprendimos hasta que nos fuimos criminalmente pronunciados.  Antes nos creímos invulnerables, no en vano éramos tan jóvenes como estúpidos.
Como lo debe ser ese joven que tengo sentado frente a mí y que al menor descuido se roba con una ingenuidad que me maravilla la mirada del libro que está leyendo, y trata de leernos, de algún modo pronunciarnos, pero ahora, lo sé, con cierta pena, no en vano somos dos viejos a la sombra de una luz a la que le resulta imposible ocultar nuestro ancestral y peculiar cansancio, el que sin duda imprime el ir continuamente de un lugar a otro sin otro afecto que el de cambiar de tren, que el de retomar el viaje.
En algún momento, aprovechando un cruce de miradas, me va a preguntar algo, lo sé. La sospecha se cumple de inmediato, el joven baja la voz y pregunta: “¿Un largo viaje?”. Si estuviera ella despierta me acompañaría en la complicidad de una sonrisa, pero ella duerme, debo ser yo el que responda y lo hago sin excesiva convicción, bastante, sí bastante.  Podría haberle dicho, 59 años con sus 365 días más los de los bisiestos, pero eso sonaría a senil excentricidad, y él no desea pronunciarnos así, él desea hacerlo con lástima.
Además, qué trayecto soportaría explicarle a alguien que llevamos viajando más de tres cuartas partes de nuestra vida. Que hemos recorrido todos y cada uno de los kilómetros de vía férrea que recorren la geografía de la vieja Europa, y las arterias principales de buena parte de Asia. Si lo hiciera, él esperaría una historia interminable, y más tratándose de un viejo, pero le defraudaría, lo sé. Porque la razón, es miedo a detenernos, sólo eso, y la razón de ese miedo, el huir de un mal presentimiento que se hizo un día realidad y que nos obligó a creer en todo lo que no habíamos creído antes, a rogar a los cuatro puntos cardinales, a jurar en nombre de virtudes de las que aún no disponíamos, y en un último momento, a expresar un deseo que se nos hizo realidad, marcando a fuego de raíl el sendero de nuestras vidas.
Hacía unos días que nos habían detenido, después de que alguien denunciara nuestro escondite, y cuando ya las tropas aliadas cercaban Berlín.  Fuimos conducidos con otros muchos, demasiados todavía para la sistemática brutalidad de aquella feroz persecución, al interior del sucio vagón de un tren de mercancías, tal vez de ganado. Todos sabíamos por la estrella trapo que nos cosieron en la solapa, cuál era nuestro destino, Dachau. Y lo era, pero cuando el tren se iba a detener en la estación de Munich, la encontraron tomada por las tropas Rusas, y el tren tuvo que seguir, y ya no se detuvo, y fue así como aprendimos que para huir del horror no había otra posibilidad que la de impedir que se detuviese, y no lo hizo ni lo va ha hacer, al menos mientras Sara y yo vivamos.

JOSE A. ROMERO P.SEGUIN