METAMORFOSIS

Reflexionar serena, muy serenamente,
es mejor que tomar decisiones desesperadas.
(La metamorfosis de Fran Kafka)
Aún no eran las nueve, hora de la cita, y ya éramos todos horas sonadas frente a la puerta. Hablábamos alto, buscando desoír el enojoso zumbido del desasosiego a que aboca, entre colegas, la despiadada disputa. El tener que mostrar camaradería cuando lo que exigen las ganas es despojarlos hasta más allá de lo que son para que no puedan ser ni por asomo eso que tú quieres ser al margen de ellos.
A eso de las diez cedió el blanco portón de la productora, y en el reflejo de esa falsa inocencia caímos todos culpables y en natural desorden en una amplia sala de espera. Fijos los ojos en el fondo del pasillo por el que se perdía una nube de agentes acompañados por el director y el productor de la obra, en esa sana armonía que facilita el reconocerse, ellos sí, cada uno en su papel.
Nos sentamos todos los que pudimos, algunos, en semejante trance, no pueden ni aun cuando sobran sillas.
Mi representante me había animado a acudir a la prueba en el convencimiento de que los estragos de la edad y los pésimos tragos a que me empujaba el reiterado fracaso me conferían cierta legitimidad, cuando menos, anatómica, para encarnar al protagonista de una obra a la medida de la casita del insigne Ballet de Cuba, el caserón del Gran teatro de La Habana. No estar en el Tocón en esa fecha y para esa representación era no ser ni actor ni patriota, y yo lo quería ser aun sin estar ni ser ni una cosa ni la otra en la medida en la que lo quería el partido. Yo solo quería ser más allá de mí, en los demás, y más concretamente en la eternidad que soportan. No en vano me había hecho actor para ser eterno en el mágico quehacer de representar una y otra vez a la eternidad.
A media mañana, uno de nosotros, ignoro cuál, alzó las posaderas de la silla y se inclinó sobre la mesa donde navegaba un generoso mazo de amarillentos ejemplares de la Revista Nacional de Teatro. Manoseados números de cuando aún gobernaban su cordaje y trapío, Vicentina, Alejo y Nora. Ellos fueron quienes ensamblaron, calafatearon y botaron en lo periodístico y literario ese flamante velero, y ellos quienes fijaron su rumbo y destino, encallar sobre aquellas y otras mesas de teatrales salas de espera. Las demás salas y mesas nada esperaban de ella y nada les importaba. Fue en ese preciso instante cuando lo oímos caer con el sonido justo: ni grave ni agudo. Una vez panza arriba, permaneció inmóvil, como muerto, sus extremidades encogidas y expectantes. Para a continuación comenzar a moverlas lentamente, con sumo cuidado, en un gesto propio de quien indaga tratando de comprender su situación, y busca para ello referencias ciertas que refuten lo incierto de la misma.
A esa secuencia de sutil exploración siguió otra en la que los movimientos de sus extremidades se tornaron rápidos y descoordinados. Y a esa segunda, una tercera, más corta y abrupta, marcada por el más certero de los desequilibrios: el de la angustia. Series de giros vertiginosos y bruscos, movimientos oscilantes del cuerpo, los propios de quien se sabe al revés y busca retomarse, lejos ya de la razón, en la azarosa inercia de la casualidad que propicia la fuerza.
La representación se resolvía magnífica. Muchos, por pura envidia, yo entre ellos, lo mirábamos con grosera indiferencia, mientras, otros, de la mano de esa misma e insana inclinación, buscaban ignorarlo de la mejor manera que alcanzaban a admitir. No queríamos saber de lo que era capaz: era eso. Sin embargo, no todos habitábamos aún en esa cruel indiferencia a que obliga la experiencia. La sangre, de todos es sabido, se renueva en la no menos perversa ingenuidad del principiante. Prueba de ello es que un actor joven, concretamente el que se hallaba sentado a mi derecha, contemplaba la escena con atención rayana a la devoción. No había duda, también a él se le antojaba insuperable. Y también él, como todos los demás, presentía que la interiorización de esa evidencia conduce inevitablemente al desaliento. Por ello, no crecía en su rostro, como debiera, el plácido gesto de la admiración, sino el agrio rictus de la ira. Y en esa voluntad se levantó decidido y le largó un pisotón. Lo hizo sin dejar de mirarnos, desafiante, dejando claro que no admitía reproches. Nadie se los hizo. El cuerpo del escarabajo, en respuesta, crujió leve y húmedo, dejando en el suelo una mancha negruzca y confusa, incapaz de apagar el sonoro zapatazo con que lo había aplastado.
Desconocía el aspirante que un escarabajo jamás va a representar a un escarabajo, porque así lo dispuso Kafka, en el convencimiento de que solo representándolo un hombre adquiriría sentido. No había, por tanto, y a pesar de su enorme talento, peligro de que pudiera robarnos el papel. Pero quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra. Yo, a su edad, había aplastado con la misma firmeza y rabia una mosca que, posada sobre una sucia cristalera, interpretaba magistral, en el aburrido ritual de asearse la cabeza, la desesperanza del joven príncipe Hamlet.
No conseguí el papel, pero aprendí que no es tanto lo que hagas o cómo lo hagas, que el secreto está en acertar a ser el insecto que ha imaginado el director para representar al hombre que hay en todo personaje.
Del libro de Relatos, Nada es eterno en La Habana.
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