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GRÂNDOLA LITERARIA DE JOSÉ ALFONSO ROMERO P.SEGUIN

RELATOS

EL EXHIBICIONISTA

EL EXHIBICIONISTA

 

 

 

 

 Le digo señor agente, que estaba ahí, se lo juro por lo más sagrado, a estas alturas no tendría que hacerlo, lo sé, pero lo hago.  Ahí mismo, justo delante de mí, burlándose con falsas carcajadas y haciendo grosera ostentación de sus genitales.

Pasaban por aquí señor agente, niñas y señoras, señoras que se escandalizaban como niñas, y no sin razón, ante el desafuero del indigno, y acaso ya, deprimente, por no decir patético espectáculo. 

Ya sabe: esas perneras de disimulo, sucias y deshilachadas de arrastrarse hasta el hartazgo por el sucio lodazal de la indignidad; torpemente sujetas con un liguero de ajados encajes, más propio de puta de rastrojo, y perdóneme la crudeza de la vulgaridad, que de meretriz de refinado burdel.  Si es que no bien se despendola y ya parece un espantapájaros. Claro que, a qué otra cosa puede asemejar, con ese pene flácido y arrugado en mitad de una gris y rancia maraña de pelo que más parece reseco y helado herbazal que púbico vello.  Y esos testículos, qué decir de ellos, señor agente, convertidos por la afrenta de la edad en colgantes jirones de ropa vieja; donde habitan vaya Ud. a saber en qué estado de putrefacción las esplendorosas gónadas que fueron ayer enseñas de su hombría y cobijo de la noble y natural promesa de descendencia; esa de la que le privó, que todo hay que decirlo, tan aborrecible vicio.  Y cómo olvidarse de la amarillenta gabardina, con ese tufo a pescado podrido que pinta bascas a su paso.  En fin, que sus inocentes víctimas gritan por no vomitar, y en el grito vomitan tanta pena y tanto asco, que da pena tan penoso escándalo.

 

Pero eso lo sabemos Ud., yo y aquellos que han tenido la desdicha de encontrárselo, mientras que él, acérrimo como una mula lo ignora por más que se lo repita y evidencie de todas las formas posibles.  Porque se lo digo, y créame, agotadas ya entre ambos y desde hace mucho tiempo las formalidades y eufemismos que impone el mutuo respeto, e ignoradas las pautas morales, éticas y hasta estéticas que deben regir cualquier relación que se precie, lo hago claramente y con toda la crudeza de que soy capaz: que das asco, asco y pena. Eso le digo, y no bajito, no señor, sino alto, alto y fuerte, como ha de ser un insulto que busca despertar conciencia.  Pero él se mantiene en sus trece, y en cuanto me doy la vuelta vuelve a vestir su deshonra y sale a la calle dispuesto a consumar el ruin y repugnante espectáculo.

Hoy, sin ir más lejos, antes de pasar lo que pasó, se lo dije, es más, le rogué amablemente que se fuera, que me dejase en paz de una puñetera vez, pero él no dejaba de manosearse y reírse como un demonio, así mismo, como si estuviera endemoniado: como  lo está.

Créame que soy sincero cuando le digo que el semen que mancha la gabardina, las manos y la acera, nos mancha a todos, pero sólo me duele a mí, pese a que sean ellas quienes griten y corran despavoridas.

Pero qué le puedo contar, Ud. ya lo conoce, ya sabe cómo es.  Por eso hoy, cansado de aguantarlo, le tiré con toda la fuerza y rabia del mundo una piedra a la cara; y entonces se fue, no sé dónde, en medio eso sí de un enorme y agudo estrépito, ya sabe, le gusta la batahola.  A lo mejor lo he matado, debería buscarlo.  No se lo tome a broma, mire que sonó a roto.

Ya, ya sé que esas no son formas, pero tiene que entender agente que son muchos años aguantándolo, viendo como me humilla, como se burla de mí.  Y la verdad es que algo de culpa tienen Uds., y las autoridades judiciales, y también los médicos.  No han sido lo suficientemente duros con él, no señor, no lo han sido, y luego ocurre lo que ocurre. Pero de hoy no pasa, juzgo que ha llegado la hora de hacer algo, tienen que hacer algo, y hacerlo ya, para que esta pesadilla termine de una maldita vez.

Tienen que detenerlo, detenerlo y encerrarlo, que se pudra en la cárcel, a ver si así escarmienta, sino, va a terminar conmigo, se lo digo de corazón, me va a matar, a matar de odio y rabia.  De dolor y vergüenza ya lo ha hecho hace mucho, pero que mucho tiempo. De eso estoy muerto desde que sé yo, y es que hace tanto tiempo que ya ni siquiera alcanzo a recordar.

Yo, agente, como Ud. sabe muy bien, soy todo un caballero de vasto linaje, y como tal no puedo consentir esta continua afrenta que ofende la dignidad de mi noble estirpe.

- Lo sé, Sr. Tomás, lo sé, y créame que se hará lo que se pueda.

- ¿Y Ud. cree que volverá a hacerlo?

- Me temo que sí, ya sabe que estos vicios son crónicos, ¡crónicos!, me entiende.

- Pero, ¿y la piedra?,  ¿y las heridas?

- Sí, eso, justamente, como las piedras y las heridas, ellas también son crónicas.

- ¡Válgame Dios!

- Él también lo es.

- ¿Exhibicionista?

- No, crónico, sólo crónico Sr. Tomas.

- Pues algo habrá que hacer con Él, porque esas cosas, ya sabe, van a más.  Y no vea usted el trago para los alados angelitos, las santas almas y la santísima…, bueno, bueno!, más vale no pensar.

- ¡Lo que Ud. diga Sr. Tomás,  lo que Ud. diga!

Y ahora, haga el favor de abrocharse la gabardina y subir al coche patrulla, como ya sabe, tiene que acompañarme a comisaría.  Amén de exhibirse otra vez, acaba Ud. de dejar tuerta esta pedazo de luna que vale, y nunca mejor dicho, un ojo de la cara.

 

 


 

 

METAMORFOSIS

METAMORFOSIS
Aún no eran las nueve, hora de la cita, y ya éramos todos horas sonadas frente a la puerta. Hablamos alto, buscando desoír el enojoso zumbido del desasosiego a que aboca la disputa.
A eso de las diez cedió el blanco portón de la productora, y en el reflejo de esa falsa inocencia caímos todos culpables y en natural desorden en una amplia sala de espera. Fijos los ojos en el fondo del pasillo por el que se perdía una nube de agentes acompañados por el director y el productor de la obra, en esa sana armonía que facilita el reconocerse, ellos sí, cada uno en su papel.
Nos sentamos todos los que pudimos, algunos ante semejante trance no pueden nunca, aún cuando sobran las sillas.
Mi representante me había animado a acudir a la prueba en el convencimiento de que los estragos de la edad y los pésimos tragos a que me empujaba el fracaso me conferían cierta legitimidad, cuando menos anatómica, para encarnar al protagonista.
A media mañana, uno de nosotros, ignoro cuál, alzó las posaderas de la silla y se inclinó sobre la mesa donde descansaban un puñado de manoseadas revistas de teatro. Fue en ese instante cuando lo oímos caer, con el sonido justo, ni grave ni agudo. Una vez panza arriba, se quedó inmóvil, como muerto, sus extremidades encogidas y expectantes. Para a continuación comenzar a moverlas lentamente, con sumo cuidado, en un gesto propio de quien indaga tratando de comprender su situación, y busca para ello referencias ciertas que refuten lo incierto de la misma.
A esa secuencia de sutil exploración siguió otra en la que los movimientos de sus extremidades se tornaron bruscos y descoordinados. Y a esa segunda, una tercera, más corta y abrupta, marcada por el más certero de los desequilibrios, el de la angustia: series de giros rápidos y bruscos movimientos oscilantes del cuerpo, los propios de quien se sabe al revés y busca hallarse, lejos ya de la razón, en la azarosa inercia de la fuerza.
La representación se desenvolvía magnífica. Muchos, por pura envidia, yo entre ellos, lo mirábamos con indiferencia, mientras que otros, de la mano de esa misma inclinación, buscaban ignorarlo. No queríamos saber de lo que era capaz. Sin embargo, no todos habitamos aún en esa cruel indiferencia a que obliga la experiencia. La sangre se renueva en la no menos perversa ingenuidad del principiante. Prueba de ello es que un actor joven, concretamente el que se hallaba sentado a mi derecha, contemplaba la escena con suma atención. No había duda, también a él se le antojaba insuperable. Sin embargo, él como todos los demás percibía que tal reconocimiento conduce inevitablemente al desaliento. Por ello no crecía en su rostro el plácido gesto de la admiración sino el agrio rictus de la ira. Y en esa voluntad se levantó decidido y lo pisó con fuerza. Sin dejar de mirarnos desafiante, dejando claro que no admitía reproches. Nadie se los hizo. El cuerpo de escarabajo, en respuesta, crujió leve y húmedo, dejando en el suelo una mancha negruzca y confusa, incapaz de apagar el sonoro zapatazo con que lo había aplastado.
Desconocía el aspirante que un escarabajo jamás va a representar a un escarabajo, pues así lo dispuso Kafka, en el convencimiento de que sólo representándolo un hombre adquiriría éste sentido. No había, por tanto, y a pesar de su talento, peligro de que pudiera robarnos el papel. Pero quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra, yo a su edad había aplastado con la misma fuerza y rabia una mosca que, posada sobre una sucia cristalera, interpretaba magistral, en el aburrido ritual de asearse la cabeza, la desesperanza del joven príncipe Hamlet.
No consegui el papel, pero aprendí que no es tanto lo que hagas o cómo lo hagas, que el secreto está en acertar a ser el insecto que ha imaginado el director para representar al hombre que hay en todo personaje.
José Romero P.Seguín.
(Públicado Diario de Arosa)


ELECTRA

ELECTRA  
 
 
Que fue lo que perdimos que aquí
tanta falta nos hace.
 
Una vez más se levantó a mirar a través de la ventana.  Afuera llovía con la misma fuerza que lo venía haciendo desde varias semanas atrás y comenzaba a anochecer.  Cuando volvió a la silla Mitropoulos ordenaba los primeros acordes de aquélla ópera sin obertura que venía del silencio para llenar la habitación.  Cerró los ojos y pretendió olvidar el miedo que sentía o por lo menos apartarlo momentáneamente de sí.
A mediodía habían salido Jaime y Rosario para contactar con los lideres del sindicato y todavía no habían vuelto.  Estaba nervioso.  ¡Que asco tener que vivir así!.  ¡Que duro deshacerse las uñas (sentirlas dilaceradas) contra un muro de hormigón sin ver resultado alguno!  No obstante,  el miedo sólo le confirmaba que todo lo que fuese factible hacerse era necesario y había de ser hecho para librar a todos de esos hijos de puta.
-¿Dónde se habrán medito estos?  Capaces de pararse en algún pintajo y allí mismo detenidos.  Capaces,  capaces de cualquier chavalería.  Mil veces se lo habré dicho.  No saben lo duro que es este juego,  es mucho lo que se gana ¡joder!  Imagina,  no sólo hablar en libertad sino tenerla.  Pero un descuido y te sales del raíl,  y adiós...
"A tener cuidado chavales,  a mirar por donde se anda y qué se dice,  ni una oportunidad os van a dar",  les había dicho cuando bajaron para irse bien cubiertos para escapar de la lluvia.  Ahora en la espera angustiosa imagina fragmentos aciagos de futuro,  los que siempre nos imponen el pesimismo y el miedo.
Bebió e intentó de nuevo encender la pipa pero la llama de la cerilla no encontró más que ceniza.  Orestes,  la misma Electra y los demás seguían ocupando el espacio y por momentos lograban apartarlo de la situación, situarlo desde el pentagrama y sus agudas voces sobre todo lo que estaba ocurriendo.  "Los del sindicato tienen sus propios intereses,  tampoco de ellos va uno a poder fiarse.  A algunos de esos ya me lo conozco yo no está en la policía porque no dio la talla pero falso como que más".
Golpes en la ventana lo sobresaltaron.
Abrió la puerta.  Era Moro.  Nada sabía de los otros pero traía malas noticias.  Venía de la parte Este,  del barrio del Carmen casi a las afueras,  con vagas noticias de la represión de la manifestación.  Había podido oír disparos mientras huía.  ¡Que jodidos y qué necios los que defienden tal estado de cosas!  Moro traía mala cara,  como de saber más y callárselo,  como de miedo.  Era esa mirada de susto,  más por lo que esperaba que por lo que había visto,  que de forma inconsciente fácilmente se deja transparentar,  nos va cubriendo el rostro y afectando a los gestos hasta hacerse patente e invariable.
Estaban en silencio escuchando el llover sin tregua y la música entrecortada y las voces agudas que todo lo llenaban.  Esperaban.
La noche ya era total en las calles.  La cuidad era luces,  llantos e impotencia que se hacía,  si ello era posible,  más patente cuando se traspasaba la hora del toque de queda.  Y ya era,  y ellos todavía fuera.  El miedo evitaba poder pensar con claridad.  Todo salía mal.  "¿Por qué todo se retuerce?"
Estaban en silencio aún.  Él no temía el hecho en sí de morir sino el sufrimiento,  los pesares,  el dolor.  Él antes de volver a la cárcel prefería morir.  Moro antes que cualquiera de las dos huir,  aún a pesar de tener que dar por bueno (o ignorarlo) lo que ocurría desde que comenzaron a tener que esconderse.
De todas formas la decisión parecía la idónea,  la menos mala.  El sindicato podía ayudar,  todavía tenía fuerza aunque no fuese de fiar,  la gente los escuchaba y lo primero,  si había que volver a lo práctico,  era lo primero.
Afuera seguía lloviendo y reinaba un extraño silencio difícil de descifrar.  Se preguntaba por qué sobre él había recaído aquella responsabilidad que no buscaba.  No había regresado de Europa para aquello pero alguien tenía que hacerlo.  Bajó Luisa del piso de arriba y le rodeó por detrás con los brazos a la altura del cuello.
Moro en la ventana.
-Nada,  llueve,  buena noche para pintajos.
-¿Y para qué los pintajos?  Para nada.  Tiene que correr la sangre sino la gente no oye, no ve, no sabe de nosotros,  y si no te conocen no eres nadie.  Una gota de sangre vale más que todo lo que seas capaz de pintar por toda la ciudad durante toda una noche-  Decía mientras se apartaba de Luisa y llenaba el vaso con ese licor trasparente que tomaba sin hielo,  frío era lo que sobraba.  Por primera vez comprendió que ellos ya no volverían.  Luisa volvió a abrazarlo,  lo besó.
Crujió la puerta y se abrió como reventada.  Entraron y golpearon y tiraron las estanterías y a patadas destrozaron todo lo que encontraron a su paso.  Él y Luisa fueron sacados a empujones.
-¡Moro!,  ¿qué cojones has hecho?-  grito y un puño le cortó la respiración-
Moro se quedó allí mismo,  junto a la ventana como estaba,  sentado en el suelo.  Una mima voz acompañada de música sonaba repitiéndose desde el disco rayado. Moro tenía mucho que perder,  su vida y la de los suyos.  No había llegado de Europa,  aquí había estado siempre desde siempre a pesar de la miseria,  sabía aguantar y perder algo para no perderlo todo.  El lunes había estado en Comisaría....Aún sabiendo justificarse no pudo evitar las lágrimas.
Antonio Romero Pérez

 Hermano en la sangre y en la palabra.

EL ÚLTIMO TREN

EL ÚLTIMO TREN          La lánguida y amarillenta luz del compartimento cae derrotada sobre nosotros, dando a nuestros oscuros ropajes y nuestra rugosa piel una gravedad cuando menos inquietante.
Sara duerme plácidamente con su cabeza apoyada en mi hombro, como tantas otras veces, como siempre, el movimiento y mi hombro son para ella garantía suficiente de poder vivir sin que el miedo la mate. Mientras, yo me arreglo para seguir escribiendo un cuaderno más de este vivir nuestro de estaciones intermedias y ajeno a cualquier destino.  El nuestro no es llegar, llegar es una palabra que no figura en nuestro dialecto de eternos viajeros.  Quién lo iba a decir de nosotros, dos sedentarios natos, pero al final todo se dice, hasta lo imposible de pronunciar, y es que al final no somos sino lo que los demás pronuncian, pero eso no lo aprendimos hasta que nos fuimos criminalmente pronunciados.  Antes nos creímos invulnerables, no en vano éramos tan jóvenes como estúpidos.
Como lo debe ser ese joven que tengo sentado frente a mí y que al menor descuido se roba con una ingenuidad que me maravilla la mirada del libro que está leyendo, y trata de leernos, de algún modo pronunciarnos, pero ahora, lo sé, con cierta pena, no en vano somos dos viejos a la sombra de una luz a la que le resulta imposible ocultar nuestro ancestral y peculiar cansancio, el que sin duda imprime el ir continuamente de un lugar a otro sin otro afecto que el de cambiar de tren, que el de retomar el viaje.
En algún momento, aprovechando un cruce de miradas, me va a preguntar algo, lo sé. La sospecha se cumple de inmediato, el joven baja la voz y pregunta: “¿Un largo viaje?”. Si estuviera ella despierta me acompañaría en la complicidad de una sonrisa, pero ella duerme, debo ser yo el que responda y lo hago sin excesiva convicción, bastante, sí bastante.  Podría haberle dicho, 59 años con sus 365 días más los de los bisiestos, pero eso sonaría a senil excentricidad, y él no desea pronunciarnos así, él desea hacerlo con lástima.
Además, qué trayecto soportaría explicarle a alguien que llevamos viajando más de tres cuartas partes de nuestra vida. Que hemos recorrido todos y cada uno de los kilómetros de vía férrea que recorren la geografía de la vieja Europa, y las arterias principales de buena parte de Asia. Si lo hiciera, él esperaría una historia interminable, y más tratándose de un viejo, pero le defraudaría, lo sé. Porque la razón, es miedo a detenernos, sólo eso, y la razón de ese miedo, el huir de un mal presentimiento que se hizo un día realidad y que nos obligó a creer en todo lo que no habíamos creído antes, a rogar a los cuatro puntos cardinales, a jurar en nombre de virtudes de las que aún no disponíamos, y en un último momento, a expresar un deseo que se nos hizo realidad, marcando a fuego de raíl el sendero de nuestras vidas.
Hacía unos días que nos habían detenido, después de que alguien denunciara nuestro escondite, y cuando ya las tropas aliadas cercaban Berlín.  Fuimos conducidos con otros muchos, demasiados todavía para la sistemática brutalidad de aquella feroz persecución, al interior del sucio vagón de un tren de mercancías, tal vez de ganado. Todos sabíamos por la estrella trapo que nos cosieron en la solapa, cuál era nuestro destino, Dachau. Y lo era, pero cuando el tren se iba a detener en la estación de Munich, la encontraron tomada por las tropas Rusas, y el tren tuvo que seguir, y ya no se detuvo, y fue así como aprendimos que para huir del horror no había otra posibilidad que la de impedir que se detuviese, y no lo hizo ni lo va ha hacer, al menos mientras Sara y yo vivamos.

JOSE A. ROMERO P.SEGUIN